miércoles, 3 de julio de 2013

El bautismo o la boda de los bebés

Para muchas mujeres, y bastantes hombres también, el día de la boda forma parte de uno de los momentos más memorables de la vida (siempre que no se empañe con los sinsabores de la separación). Sí, el imaginario colectivo señala a este rito como paradigma de la felicidad exultante. Ocurre que la amnesia de nuestros primeras andanzas en este mundo de simbolismos nos impide recordar nuestro episodio de mayor protagonismo quitando el nacimiento: El bautismo.
De alguna forma el bautismo es una especie de boda para bebés en el que los pequeños son el indiscutible centro de atención (salvo por el inevitable familiar empeñado con cumplir con el manual del egocentrista que llama a arrasar con todo para usurpar el protagonismo ya sea por encima de la novia o del bautizado).
Llega el momento del bebé a destiempo, como todo en esa época, porque la criatura permanece demasiado absorbida por sus propias necesidades básicas. El pequeñajo se viste de blanco como la novia, pero no tiene que compartir protagonismo. Todas las miradas se dirigen a él y si es varón no quedará relegado por el magnetismo de la chica al penetrar el altar.
De blanco impoluto, el pequeño permanece ajeno a este ceremonial y tampoco extraña su ropa habitual mucho más mundana, tal es su capacidad de abstracción. Es más, vive el momento con ese toque de irreverencia que lleva la inconsciencia para desesperación de sacerdotes que eleva el instante a una transcendentalidad infinita.
Yo, que me ajusto a la ceremonia por cuestiones de forma más que de fondo y que no puedo evitar un bostezo mental con cada sermón eclesiástico, me divierto de forma furtiva por la impotencia del religioso cuando el bebé impone sus pequeños bemoles con lloros, gritos o lo que le surja sobre la marcha.
De alguna forma, esta inconsciencia puede resultar una bendición para un pequeño manejado por un ejército de mayores. Hay cosas que es mejor no recordar, como cuando te sujetaban del pañal y ya de mayor descubres la instantánea y piensas indignado pero de dónde me agarra el jodido este. Ese tipo de cosas ocurren también en el bautizo, cómo el llevar ese vestido unisex de diseño de damisela que de adulto te convertiría automáticamente en una DragQueen celestial. O en una mini papa en una noche de carnaval con tanta blancura cegadora. Pero no es algo que se pueda negociar, el vestido se transmite de generación y su descarte provocaría en la familia terremotos y tsunamis, por lo menos.
Para el bebé es un día más. De hecho, es un día peor porque probablemente se sienta más incómodo por esos ropajes caballerescos o por no poder darse el paseo que necesita para su cabezadita porque hay un señor de negro que no para de hablar y ‘mis padres no paran de escucharle’.
La experiencia acaba en el convite y el bebé ya puede disfrutar de una relajación general. Se oyen risas y voces de mi familia más cercana y ya nadie me manda callar si protesto con un llanto. Otra vez el carrito me mece con el ir y venir y sueño con un mundo feliz porque desconozco las amenazas de este mundo. Por desconocer desconozco lo que ha pasado y cuál es el sentido de asarme en tantos ropajes a lo repollo que les ha dado por ponerme.
El destino probablemente preserve al bebé ese pequeño momento de gloria social superando la juventud si quiere formalizar ese sentar la cabeza. Pero eso ya son aventuras de mayores.

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